El espíritu...
«El espíritu que agota el mundo en las diez direcciones.»
Frase comúnmente utilizada en los textos del zen que no es solo una especie de
ideal filosófico. Significa ver todas las cosas en una, captar la eternidad en
el instante y clarificar el cielo y la tierra en el sí mismo.
Dôgen dice: «La
práctica que no agota todas las cosas no es la de los budas.»
Agotar el mundo
en las diez direcciones nos reenvía a la práctica, a la Vía, a Buda, a la
interdependencia de todas las cosas, al Dharma. La parte izquierda del
ideograma ‘Dharma’ significa agua. La parte derecha, irse, fluir. Dharma, el
agua que fluye. Sobre la tierra el agua fluye de arriba abajo. No es una regla
que el hombre haya dictado, es la ley del Universo. Como el agua que fluye en las diez direcciones y que no se queda con
nada. Comprender que a veces una sola gota de agua, libre, poderosa, animada
por los cuatro dharmas del bodhisattva, basta para disolver la noche, secar las
lágrimas de los niños, apaciguar el corazón de los que sufren, dar ánimo a
aquellos que carecen de él.
En el arte japonés, ya sea en la cerámica, en el
raku, en la pintura… siempre existe una imperfección, un defecto. Es la belleza
de lo incompleto, de lo no formulado. Esta belleza exige de la parte del que
contempla la obra un esfuerzo de participación y de imaginación que viene a
compensar la insuficiencia objetiva de la obra. Algo debe completar la obra
incompleta. Lo incompleto exige del que observa, del que lo estudia, un
esfuerzo de imaginación que da vida y movimiento a la obra.
Lo mismo ocurre con nuestra práctica, con los textos
antiguos que estudiamos. Nuestra práctica completa la obra. Ya se trate del
kesa, del estudio de los textos antiguos, de zazen, están ahí para permitiros
concluir la obra. Después de vosotros, a otros y así hasta el infinito. Ése es
el sentido de la transmisión; transmisión viva; tierra nutricia.
Nuestra
práctica no es una creación humana. El Sutra del loto, a pesar de haber sido
redactado por hombres, no es una construcción humana. El Shôbôgenzô, a pesar de
haber sido enunciado por la boca del maestro Dôgen, y después trascrito por su
discípulo Ejo, no fue escrito por la mano del hombre. En esto son eternos. Estos textos siguen
estando abiertos, se prestan constantemente a nuevos comentarios. En este
sentido se habla de incompleto o de no saciado. Quedarán eternamente abiertos a
diferentes interpretaciones, a prolongaciones inesperadas. Con el paso del
tiempo esas glosas se acumulan en capas sucesivas como los aluviones de un río.
Son textos que viven y crecen con el tiempo; son susceptibles de
enriquecimientos, de deformaciones, de transformaciones y, a través de todos
estos avatares, conservan un núcleo de identidad esencial, incluso si mutan y
mudan la piel, al cabo de los siglos y de los continentes a los que se
transportan. Tenemos la costumbre de apreciar los tiempos antiguos, de hablar
de nuestra época como época decadente y degenerada.
Recordemos las bellas
palabras de Wanshi: «Nadie puede iluminar tu suelo maravillosamente luminoso.»
En un momento dado el enunciador se calla para dejar hablar a otro, se calla
para que el que sigue pueda hablar; hablar y crecer. En un momento dado el
recitante se calla, así deja lugar para que otro se levante y siga el canto, y
así el agua del río sigue fluyendo libremente. Es el sentido de la relación
maestro discípulo. Por eso se dice que el buda Shakyamuni murió veinte años
antes, para que sus discípulos crecieran.
La eterna incompletitud es la
garantía de la transmisión, de lo que continúa, de la línea de sangre,
(ketsumyaku).
Teisho de Raphaël Dôkô Triet
Ceremonia de entronización del nuevo abad de La Gendronniere, 11 agosto 2012
Tomado del boletín Sangha nº30 - Nov. 2012